miércoles, agosto 30, 2006

Fue la última colilla

Harto de todo, aplasté mi última colilla en el fondo de las cenizas. Sí, mi último pitillo. Sí, mi último empleo. Paso de soportar a una secretaria impertinente que no sabe más que enseñarme su falda. La fuerza la escupí con un puño sobre la mesa. Me dio lo mismo ocho que ochenta. Me dio lo mismo arrancarle su sonrisa de cuajo, o subirle la cremallera de golpe y porrazo.

Recogí mis cosas de la oficina y me marché. Salí por la puerta grande, con la cabeza bien alta.

–Es el puesto que llevabas años esperando- Me replicaba mamá.
-¿Ser o tener?, ¿tener o ser?- me preguntaba yo…

Se corría el color de las calles como un cuadro con goteras. Crucé el semáforo en rojo. Total, el destino estaba escrito, así que no me quedaba otra. Llovía… ¿y qué si llovía?. Lo que me hizo la vida no me lo iba a hacer el agua. Las gotas, más que gotas, estalactitas. Mis poros se abrieron como azucenas en primavera, alabando el agua, fría como el hielo. Eran los cristales que me salvaban de la realidad, los que frotaban el odio y la impotencia, los que limpiaban frenesí, porque mi cuerpo empañaba lujuria, extasiaba soledad, brillaba agonía.

Me alcé sobre el puente, listo para cometer una locura. Abrazar el aire, penetrar el cielo, sentir el miedo. Posé mi caja llena de olvido entre dos ladrillos. Sentí el barro erizar mis pelos. Mis pestañas abrían las alas, emprendían el vuelo. Apoyé mi rodilla junto al muro de cemento viejo. Trinché mi pierna en la valla. Y fue entonces cuando la gravedad vendió mi alma, compró mi cuerpo. Y la noche sopló la vela que llevaba encendida cinco mil millones de años.

Abrí los ojos perplejo. Sustancias prohibidas vagaban mi mente.
¿Por qué malgastar este regalo que nos hace la muerte?. Somos todos ángeles del infierno. Pequeñas amapolas de estío, pequeñas musarañas perdidas en la noche, luciérnagas encantadas que soplan fuego, duendecillos de manos verdes.

Y otra vez más, yacía en mi despacho, desmoronado ante la pantalla, prendado en el sillón. Alguien llamaba a la puerta.

-¿Quién es?- pregunté.
-Soy yo, querido- Y la falda se asomó por la puerta, como el caracol cuando apura sus cuernos.

No hay comentarios: