miércoles, agosto 30, 2006

[Mi primer relato, es por eso que me veo obligado a colgarlo].

Érase un hombre a una barba pegado

Yo era un chico que llevaba diecisiete años con la impotencia metía adentro. Aquel día me perdí por las calles de Madrid en busca de mi primera noche estudiantil. En medio de todo aquel negocio de los chinos y su parafernalia de discos grabados había una muchacha. Aquella muchacha gitana o de donde fuere bailaba flamenco al son de una guitarra. En mitad de la muchedumbre golpeaba ella una tabla de dos por uno. Sus manos cortaban el aire con giros inesperados y sus pies, poco hay que decir de sus pies. Ellos lo contaban todo. Imagina un espíritu que anida en tu interior y que da pataditas en tus entrañas. Pues algo así, a pesar de lo cutre que puede llegar a sonar, es lo que sentí yo. Esa niña guapa seguía los acordes de la guitarra con sus tacones, como si el alma se le fuera a salir por los pies. Una niña se acercó y largó unas monedas en el forro de la guitarra. Pero aquella princesa ni se inmutaba, inmersa en su castillo de hojalata, en su mundo, en su danza, en su fragancia, en su persona. Noté cómo las lágrimas se amontonaban y regurgitaban tras del iris, a punto de estallar. Cada taconazo resonaba en mis adentros. Uno. Dos. Tres. Y otro más. Y otro (…). Su pelo rizado giraba bajo la luna llena y sus ojos, sus ojos se cruzaron con los míos. Entonces sus dos manitas de porcelana aterciopelada se chocaron, y dio unas palmadas. Brutal era la fantasía que se antojaba en mi mente. A pesar del viento, del frío, y de la lluvia ella continuó hasta el fin de la actuación. Entonces sentí que era el momento de la remuneración. Un grupo de ancianas hincó un puñado de monedas en el desvencijado forro.¡Joder con la muchacha y su pañuelo! Esa mujer con cara de niña daba las gracias amablemente. Y, tras hacer mutis, recogió sus ganancias en una bolsa negra, con sus dos asas. Pronto se acercó un señor pegado a una barba, como diría Quevedo. Casi sin mirarla a los ojos, le arrancó el dinero a cambio de un objeto que no alcancé a ver. Se giró y siguió su camino hacia otro puesto. Resultó que aquella muchacha no era princesa, era otra esclava más entre los chinos. No era estudiante de danza, su trabajo era ese. Consistía en llenar la bolsa que le daba un señor pegado a una barba, como diría Quevedo, negra, y con sus dos asas.

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