domingo, octubre 29, 2006


(Relato ganador de "El Concursiro Erótico" en el foro del Café de Artistas).

Nuestra noche

-Padre me ha ordenado contraer matrimonio con un mozo de buen linaje, procedente de la más alta Nobleza, dice. Al parecer, toda su estirpe se ha hecho con la hegemonía del reino de Castilla. Mañana, al asomarse los primeros rayos de luz, partirán hacia el Sur a conquistar nuevas tierras. Se llevarán a todos los vasallos a la batalla. Llevan días y noches sin pegar ojo, forjando lanzas y escudriñando armas y arcos y flechas. Y entonces, mi nombre formará parte de toda esa barbarie.

-Lucrecia, eso intento explicaros. Será mejor que marchéis -propuse con firmeza-. Aquí sólo hallo pobreza y servidumbre. En palacio tendréis algo más que una hogaza de pan caliente y una copa de vino: una vida digna como burguesa.

-¡Pero yo no quiero! No aguantaría el sopor de los paseos en carruaje y vestido blanco, ni los paseos por los feudos viendo cómo crujen las espaldas de los jornaleros en la era. Me niego a besar la boca de ese gusano burgués, que es lo que es él y toda su parentela. Yo quiero envejecer junto a un varón como vos, que me lleve a las más altas montañas y me suba en su lomo de plebeyo. Y respirar aire fresco y rodar por los montes sobre el césped pisoteado por el ganado. Quiero que ennegrezca mi cara junto a vos, y quiero ensuciarme las manos con grasa de ordeñar vacas y de cuidar gallinas en los corrales de los pueblos. Construiremos una choza muy lejos, y seremos felices para siempre.

-No, Lucrecia. No es tan fácil...

-¡Chist!, dejaros llevar por el silencio del crepúsculo... Dadme la mano, hermoso caballero. Y bordead conmigo la orilla de esta ría.

Agarrome del brazo y apretome de la cintura con ímpetu. Un roce de labios bastó. Su mirada evocadora de deseo me incitó a deshacerle el cabello trenzado. Obedecí con ansias. Me deshice de las horquillas de su pelo y pasé mi mano temblorosa sobre su nuca. Sentí el tacto de su piel, tersa y límpida como la claridad del océano, justo debajo de la cascada de rizos. La apresuré a despojarse del corsé de cáñamo que le apretaba la tripa y la túnica de lana color sepia. Sin espera, jugamos a arrancarnos con los dientes las vestiduras y los ropajes, quedando sobre el musgo los harapos y la bayoneta de defensa. Se detuvo, concentrando su nariz sobre el vello de mi torso, y aspiró profundamente. Le encantaba olfatear mi pecho con bravura. Dispuso sus frágiles manos, una a cada lado de mi cabeza. Y agarrando el morrión, alzó la visera para desenfundar su lengua con la mía, y luchamos por saciar las bocas sedientas de saliva a través de la oquedad de la armadura. Desabrochó mi camisa de lino y la posó sobre la hierba, con sensuales trazos y sin parar de besarnos. Descendió con las yemas de los dedos suavemente por el canal de mi estómago hasta notar una tensión entre los muslos, que palpó con vergüenza. Intentaba disfrazar su deseo carnal, pero resultó en vano, pues la respiración se volvió intensa, espasmódica e irregular. Rebuscó en la oscuridad el broche de la fíbula con torpeza y nerviosismo. Por último bajó los pantalones y, en cuclillas, descalzome las polainas de cuero y las arrojó por el fango.

Ya desnudos, se reflejó en su mirada un resplandor diáfano. Aquel resplandor rasgó las tinieblas, y su fuego partió en dos la luna. Me dejé balancear por las aguas termales, que poco a poco iban calentando nuestros cuerpos. Su ferviente mirada flotaba sobre la espuma, generando extraños surcos. El frío y silente aire buscaba robar el calor de nuestros besos, mientras el agua del estanque nos azoraba los miembros. Vimos nuestras siluetas sumergirse entre bromas y pellizcos, entre alaridos de pasión y gemidos ahogados en el siseo de la madrugada. El agua rebosaba nuestros corazones. Manoseé sus pechos frondosos y humedecidos. Me entretuve en sus senos, haciendo hincapié en los rugosos pezones y hasta fui capaz de pasarles la lengua trémula. El jadeo brillaba en los propios ojos, pues hasta entonces nunca un vil mortal le había sugerido tal tentación. Acariciome la barba con jirones de pelo, y yo acaricié tiernamente su sexo. Tiritando y rebosantes de lujuria, salimos de la charca.

Una gélida brisa golpeaba nuestras pieles, que eran hogueras en carne. Besos, caricias y gritos nos empujaron envalentonados hasta el suelo, cubierto por una alfombra de hojarasca seca. Éramos dos amantes prohibidos, pero la noche nos guardó el secreto. El invierno acechaba con atacar de un momento a otro. Nuestros cuerpos jactos de júbilo se enlazaron viscosos como salamandras. Y en ese instante, sólo importamos nosotros. Abrió las piernas lentamente, dejando al descubierto su flor de algodón. Nos balanceamos lenta y suavemente hasta comenzar una danza encabritada, y nos dejamos la vida en cada esfuerzo. Exhalando vaho incesante por las bocas y adueñándonos el uno al otro salvajes como animales, agitamos nuestros deseos de adolescencia como agarrados a una maroma. La luna acompañó nuestro ritual durante aquella intensa noche. Era nuestra primera vez y, al amanecer, unos gritos entrecortados se despidieron para siempre.

Pasó el invierno... Y Lucrecia lloraba en un carruaje, mientras apretaba contra el pecho un yelmo violentamente ensangrentado.

4 comentarios:

JeJo dijo...

- Gracias por compartir ...

Caperucito Lorca dijo...

Gracias por leer lo compartido.

lopezFly dijo...

No-tengo-palabras.
Jamás había leído una historia tan absoluta y perfectamente detallada.
El final, lo mejor...romanticismo al poder!
A N O N A D A D O

De verdad Alberto, genial

>>>lopezFly>>>
El de la 505...

Caperucito Lorca dijo...

Jajaja. Pues me halaga y alegra tu comentario, sabiendo de quien viene...

Ahora que me has descubierto te puedes pasar más a menudo si quieres. Un abrazo desde la 221 ;P